La probable existencia de vida extraterrestre ejerce una fascinación inigualable. Imaginadas de mil formas, pero aún inasibles, estas formas de vida han sido un objeto siempre apetecible para la curiosidad humana. En el terreno de la ciencia, las especulaciones sobre el asunto chocan con la difícil realidad de investigar fenómenos que ocurren a miles de kilómetros o –literalmente– a años luz de distancia. Para ello hay que suponer, a partir del conocimiento actualmente disponible, cuáles son las condiciones de vida que se darían en aquellos ambientes lejanos. De eso se ocupa la astrobiología, una disciplina que busca en la Tierra formas de vida capaces de subsistir en ambientes que se asemejen a los que se piensa que existen en los distantes escenarios del espacio exterior.
Los astrobiólogos se convierten en verdaderos cazadores de formas de vida resistentes a condiciones extremas, y en ese terreno las bacterias se llevan las palmas. Algunos de estos versátiles microorganismos tienen la capacidad de crecer en ambientes ferozmente hostiles por su temperatura, salinidad o toxicidad, tal como se espera de las esquivas formas de vida extraterrestres.
Cualquier hallazgo referido a la cuestión implicará reconocimiento científico y social y también –para qué negarlo– un argumento formidable para incrementar los aportes monetarios destinados a los grupos de investigación que lo logren. Como si esto fuera poco, la información se convertirá en una noticia de fenomenal impacto. Quizás es por eso que a veces los anuncios son apresurados y agigantados mediáticamente, para luego ser refutados, afectando la credibilidad de los involucrados. Y si de anuncios mediáticos hablamos, la NASA no se anda con chiquitas.
Rasguña las piedras
En 1996, la agencia espacial norteamericana conmovió con una noticia sobre el hallazgo de vida en un meteorito proveniente de Marte. No hablaba de los clásicos enanitos verdes de ficción, ni mucho menos, sino de microorganismos que, para colmo de males, habrían vivido varios millones de años atrás. El trozo de roca, bautizado como ALH84001 y caído en nuestro planeta hace unos 13.000 años, había sido hallado en 1984 por una expedición antártica, y según el anuncio de la NASA contenía marcas fósiles de antiquísimas bacterias marcianas.
Dos años después, científicos de la Universidad de California dieron por tierra con las conclusiones del trabajo de la NASA. En un artículo publicado en Science explicaron que los supuestos fósiles marcianos eran en realidad una muy terrestre contaminación. La controversia sigue abierta y hasta hoy se discute entre los astrobiólogos sobre el carácter de aquellos enigmáticos fósiles.
Saliendo del fango
En diciembre de 2010 la NASA volvió por las suyas y sacudió a la opinión pública mundial cuando prometió revelar “un descubrimiento astrobiológico que impactará en la búsqueda de evidencia de vida extraterrestre”. El canal de televisión NASA TV fue el medio elegido para dar a conocer el hallazgo de una bacteria, Halomodaceae GFAJ-1, que podía crecer en condiciones tan extremas como las del fango del lago Mono, en California, con aguas de inusitada salinidad y extraordinaria presencia de tóxicos como el arsénico. La noticia corrió como reguero de pólvora y fueron muchos los que se aventuraron a decir que se estaba ante un cambio paradigmático en la biología, atribuyéndole a la sufrida bacteria la capacidad de reemplazar al fósforo por arsénico a la hora de construir sus moléculas vitales. Nada trivial, si consideramos que, por lo menos hasta que se demuestre lo contrario, la vida no es posible sin la presencia de elementos insustituibles como fósforo, carbono, oxígeno, hidrógeno, nitrógeno y azufre. El arsénico y el fósforo comparten muchas propiedades químicas, pero el primero es sólo un reconocido tóxico que ha hecho gala de su poder a lo largo de la historia humana, como sutil herramienta para eliminar silenciosamente enemigos de toda laya. El segundo, en cambio, es indispensable para la vida.
Lejos de la revolucion
Convengamos que la forma en que la NASA dio a conocer el hallazgo dejaba abiertas las puertas para exageraciones de todo tipo. Pero la contracara del ruidoso show de la agencia espacial norteamericana se vio en el trabajo que los científicos responsables de la investigación publicaron en la revista Science. Allí un equipo encabezado por Felisa Wolfe-Simon, microbióloga del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley, California, decía que Halomonadaceae GFAJ-1 incorporó el arsénico usado como trazador en cantidades similares a las que en condiciones normales incorpora fósforo, dando muestras de una formidable capacidad de adaptación microbiana. Pero la incorporación del arsénico en las estructuras celulares en reemplazo del fósforo aparecía como una hipótesis no comprobada. Este suplemento se ocupó por entonces del tema, tratando de poner paños fríos al fervor mediático y tomando en cuenta el artículo de Science. En un medio con fósforo, según explicaba el paper y remarcábamos en Futuro, las bacterias preferían decididamente el tradicional menú fosforado, y se estaba lejos de verificar si las bacterias podrían vivir y reproducirse en un medio natural sin fósforo, ya que usar arsénico era, en el mejor e hipotético caso, sólo un plan B para condiciones extremas. A pesar de todo, Wolfe-Simon sucumbió al embrujo de las cámaras y aceptó presentarse en el programa de NASA TV. Así, apareció avalando un anuncio que como mínimo se podría calificar de apresurado en lo que hace a la vida extraterrestre, y que contrastaba con el artículo que había firmado junto a su equipo, mucho más prudente y modesto en sus conclusiones.
Ni poco ni demasiado
En junio de este año el tema volvió a las páginas de Science. Esta vez, un equipo canadiense encabezado por la microbióloga Rosie Redfield presentó el resultado de una investigación que, en principio, refutaría los trabajos de Wolfe-Simon. Según este nuevo artículo, las bacterias pueden sobrevivir en un medio arsenical con bajísimas concentraciones de fósforo, pero esto no significa que puedan vivir sin fósforo y lo reemplacen por arsénico. Además no encontraron arsénico en su ADN. Según la misma revista, otro equipo encabezado por la también microbióloga Julia Vorholt, del Instituto Federal de Tecnología de Zurich, comprobó la necesidad de que los fosfatos, aun en bajas concentraciones, estén presentes para el crecimiento de la bacteria. De paso, Science publicó críticas al trabajo del grupo de Columbia basadas en ciertos aspectos metodológicos y dio pie para nuevos titulares periodísticos tan resonantes como los de 2010, aunque ahora negando la revolución científica que aquéllos pregonaban.
Sin embargo, más allá de lo impactante que suena hablar de “refutación”, los artículos no dicen cosas tan diferentes. El grupo de Wolfe-Simon no afirmaba que las bacterias “comían” arsénico ni los nuevos trabajos descartan su formidable tolerancia a este tóxico. Antes y ahora los artículos resaltan la enorme capacidad de adaptación que Halomonadaceae GFAJ-1 posee para sobrevivir en medios con elevada concentración de sustancias arsenicales y muy bajos contenidos en fósforo. Una capacidad que sigue siendo notable para la astrobiología si de buscar bacterias resistentes a medios hostiles se trata. Además, dado el estado actual de las investigaciones, nadie puede corroborar ni tampoco descartar de plano que el arsénico se incorpore al ADN o a alguna otra molécula celular en reemplazo del fósforo, una cuestión que seguramente seguirá investigándose. Queda mucha tela para cortar, y así como en 2010 era muy aventurado hablar de revolución, hoy lo es descartar de plano las hipótesis planteadas por el equipo de Wolfe-Simon.
Fuente: Diario Página 12, suplemento futuro (web).